martes, 6 de noviembre de 2012

Pisar con respeto

Mis abuelas están enterradas en cementerios distintos. Una en un osario y otra en una tumba en la tierra. Visitar a la primera es sencillo: entras al cementerio donde caminas  hasta que encuentras la cuadra donde está ella; pones flores, hablas con ella y sales. Ese cementerio es casi una ciudad. Con la segunda abuela no todo es tan sencillo.

Ella fue la única que conocí.

Cuando ella murió fue complicado para mí porque no entendía muy bien qué ocurría. La vi sufrir semanas antes en el hospital y le hablaba mentalmente, como si ella pudiese descifrar lo que le decía, del mismo modo en que le hablo hoy que está muerta. Ella está enterrada en un cementerio saliendo de Bogotá, y por cuestiones de distancia son pocas las veces que la visito. Las visitas son extrañas, ya que nunca tengo muy claro en qué lugar está, porque me enfrento a un lote grandísimo de césped lleno de tumbas. Todos caminan campantes sobre las tumbas y yo, por la manera en que me han criado, no puedo hacerlo. Siento que pisar la tumba es pisar a esa persona y, por tanto, denigrarla. No piso ni un insecto, mucho menos a un ser humano, vivo o muerto. Se imaginarán que para llegar a la tumba de mi abuela, que queda cerca al centro de ese lote, me veo menos seria y más payasa al hacer maromas por los intermedios de las tumbas. Pero no interesa; me siento mejor siendo payasa para otros pero respetuosa para quienes allí descansan. Sé que es un pensamiento muy católico el creer que allí descansan, pero hay cosas demasiado arraigadas en uno y creo que esta es una de la que no quiero despegarme.

Sólo he sido capaz de ponerme sobre una tumba, la de ella, sentada a sus pies, para hablarle mentalmente, cosa que espero pueda escuchar ahora más que cuando le hablé en el hospital.

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